dimarts, 8 de desembre del 2020

¿PODEMOS PRESCINDIR DE DIOS?

 

En el día de la Inmaculada, en tiempo de Adviento, tan cerca ya la Navidad, pienso que no estaría mal, si me lo pemitís, hablar un poco de Dios.

 


 

 Entre amigos. Reflexiones en reclusión.

            Me place compartir unas notas nacidas en la obligada intimidad del confinamiento.          En la coincidencia de las fiestas de San Vicente Ferrer y de San Jorge, y meditando sobre un sermón y unos momentos de oración reflexiva, escribí esto:

            1.-  En la hora intermedia.

            Un par de minutos antes de las dos de la tarde, en 13 TV conectan con la Capilla de la Inmaculada de la Catedral de Toledo, donde aparece expuesto sobre el altar en un sencillo ostensorio, el Santísimo Sacramento, y una voz en of reza una parte de la hora sexta o intermedia. A veces, comienza con una oración; a veces, con un himno. Sigue con parte de la salmodia que corresponde al día y con unos párrafos de una epístola, y acaba con otra oración. Siete u ocho minutos.       Pues bien, hoy ha comenzado con un himno del que solo he podido memorizar los versos finales:

”Que el hombre no te obligue, Señor, a arrepentirte

de haberle dado un día las llaves de la tierra”.

            Y esa súplica  me ha dejado pensativo; me ha recordado de algún modo la última parte del sermón que el lunes, fiesta de San Vicente Ferrer,  pronunció en la Catedral Metropolitana el Padre dominico D. Vicente Grau.

            Francamente, sin ser catastrofista, me pregunté si es que, como algunos piensan, el buen Dios se estará hartando de tanto desprecio, como en tiempos del profeta Isaías, y llegará a arrepentirse de habernos creado con tal grado de libertad que nos hemos vuelto tan arrogantes como para permitirnos cometer tantos desvaríos, tantos excesos, tantas tropelías… en aras a nuestra autosuficiencia, a nuestro egoísmo insaciable, ensoberbecidos por lo listos y autosuficientes que somos. ¿Aquí qué pinta Dios? Somos los amos y estamos exprimiendo la creación de tal modo que, al final, su quejumbrosa explosión ha llegado al tope y el verdadero dueño de todo cuanto ha sido creado ha venido en permitir  que se hayan desbordado nuestras débiles capacidades y nos estamos viendo enredados en nuestra propia red de vanidad y soberbia prepotente. Y juro que he llegado a  sentir miedo. No porque Dios nos haya abandonado a nuestro albur, que eso de antes ha sido una simple propuesta discursiva, sino porque ni siquiera los más sabios epidemiólogos del mundo han sido, pese a sus privilegiadas mentes sorprendidos por la naturaleza. ¡Hasta dónde estará de tanta insensatez! Y, además, ha dejado al descubierto, como un sarpullido, la inutilidad de doctrinas e ideologías, mero fruto de la pandemia del orgullo incontrolado, de la irresponsabilidad, de la  autocomplacencia y chulería de los presuntos dueños de la verdad.  Y ante este espectacular fracaso, comprendo que no surja en ninguna parte un San Vicente que llene de aceite una lámpara extinta y prenda la llama de la salud, como hizo en Agullent, o que no alcancemos a ver cómo el lirio de la Virgen de la Seo se inclina en la capilla del setabense convento de Santa Clara en 1.600.

            Cierto que aquellas pestes medievales fueron muy virulentas tal vez por las carencias de la época, como, v.g., la deficiencia en la  higiene o el atraso en la ciencia, y hoy las causas son bien otras, visto que la higiene rebosa por todos nuestros poros y no hablemos de los  extraordinarios avances de la medicina.

            Me parece que somos víctimas de nosotros mismos, y me parece también  que sólo será la naturaleza, por la voluntad y misericordia de Dios, que nos mira triste (si es que a Él se le puede atribuir un gesto de pesadumbre), la que nos saque del atolladero, porque si esperamos que nos liberemos de estas cadenas nosotros mismos, con nuestro narcisismo, estamos listos. Y no hablemos de las personas que han muerto por el simple hecho de no merecer un respirador... Es tremendo, escalofriante. Y me inquieta.

            Roguemos a Dios para que, como le prometió a Abraham en Sodoma, mire a la humanidad y aunque solo encuentre una sola de sus creatura que permanezca  íntegramente fiel a  su creador, no se arrepienta de su obra y la destruya; o como en Egipto, haga pasar de largo al ángel exterminador. Ten en cuenta, Señor, que nuestros dinteles están protegidos por tu propia sangre. E ilumina a esos médicos e investigadores sacrificados y maltratados por las circunstancias y por la impaciencia de muchos, para que consigan pronto los remedios curativos y preventivos que permitan rehacer este desbarajuste incomprensible  que ya sobrepasa  todas las expectativas.

            Hoy, ocho de Diciembre, día de la Inmaculada, parece que ese deseo está a punto de ser realidad. O, al menos, así queremos creerlo.

            En todo caso,           ¡Mare de Deu, misericordia! Escucha nuestro clamor, por lo que más quieras.

            2.- La religiosa y el iceberg.                

                                                                       


      En esa hora sexta o intermedia, ayer 24 de Abril,  la meditación corrió a cargo de una religiosa. Me pareció una monjita enérgica, competente. Me ha llamado la atención, primero, que era una mujer guapa y joven; segundo, el hábito azul Inmaculada con que vestía. Pude leer su nombre en la nota sobreimpresionada: Hermana Verónica; tercero, el nombre de su orden: “Iesu Communio” de la que es Superiora. Su perfecta vocalización y lo trascendente de su mensaje me cautivaron. Aunque me tachéis de presuntuoso, la verdad es que la meditación siguió una línea similar a la de mis reflexiones del punto anterior, solo que sin epítetos. Estos han sido sustituidos por una sola palabra: prepotencia. El final de su reflexión, sin duda, fue mucho mejor que el mío. Cum laude. Ha comparado la vírica  situación actual con el hundimiento del Titánic. Sí, ese, el buque tan perfecto que sus constructores afirmaron que “no le hundiría ni Dios...”, pero, a su pesar, apareció el iceberg, y ocurrió lo que ya sabemos y que la monjita ha descrito crudamente, con énfasis en la descripción de los errores humanos cometidos…

            Nuestro “virus coronado” viene a ser, según ella, como el iceberg que ha golpeado y agrietado nuestra embarcación, y estamos luchando denodadamente  para librarnos del gigantesco y monstruoso  témpano. Pero resulta que la pandemia tan solo es la parte emergente del iceberg, que representa una octava parte de su volumen; las otras siete permanecen sumergidas y estamos tratando de destruir esa parte meramente visible. Con los medios con que contamos es lo máximo que podemos hacer ¿Y qué pasa con el resto? ¿Cómo destruirlo? Sólo hay un modo de derretir el hielo: es necesaria una potente y efectiva fuente de calor de la que el hombre parece haberse olvidado, el Amor: Dios. Cristo Resucitado.          

**

            Al principio he nombrado al Padre Grau. Y ¿qué es lo que éste dijo en su sermón ante el Cardenal Cañizares y el cabildo catedralicio, con el brazo levantado y el índice de su mano derecha  apuntando al cielo? Después de relatar las múltiples intervenciones de San Vicente ante circunstancias similares a la actual, se preguntó qué haría nuestro santo patrón  en este momento histórico, y afirmó sin dudarlo, con rotundidad: lo mismo que hacía entonces, es decir, llamar a la conversión y al santo temor de Dios.

            Está claro: Dios, así pues, ¡No es prescindible!

Comentario final: 

    Cuando se escribieron estas notas, no podíamos ni soñar en algún remedio contra este desastre. Hoy, gracias a Dios, vemos como por un resquicio, una temblorosa llama que quiere alumbrar la esperanza de la humanidad. Sabéis que me refiero a esa carrera por ver quién vende y quién compra primero su vacuna… Y me ha parecido oir que se avanza en la obtención de un medicamento eficaz para tratar la enfermedad…  Confiemos en ello, Dios mediante.     

 

 Vuestro, Miguel Mira