Hola, amigos. Esta semana, pasado Pentecostés y finalizada la cincuentena Pascual, hemos leído en la Misa las lecturas de la Semana 30 del Tiempo Ordinario; pero, sin perjuicio de la solemnidad que corresponde celebrar el próximo domingo es la de “La Santísima Trinidad”, por lo que la reflexión que más abajo encontraréis la referirá D. Joaquín, según su habitual buen hacer.
No obstante, me parece oportuno introducir aquí, a guisa de introducción extra, por entenderla de mucho interés, la homilía que el Papa León pronunció en la Eucaristía del Domingo de Pentecostés, y es ésta:
HOMILÍA DEL SANTO PADRE LEÓN XIV
Plaza de San Pedro Domingo, 8 de junio de 2025
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Hermanos y hermanas:
«Brilla para nosotros, hermanos, el día grato en que […] Jesucristo, el Señor, después de resucitado y glorificado por su ascensión, envió al Espíritu Santo» (S. Agustín, Sermo 271, 1). Y también hoy se reaviva lo que sucedió en el cenáculo; desciende sobre nosotros el don del Espíritu Santo como un viento impetuoso que sacude, como un fragor que nos despierta, como un fuego que nos ilumina (cf. Hch 2,1-11).
Como hemos escuchado en la primera lectura, el Espíritu lleva a cabo algo extraordinario en la vida de los Apóstoles. Ellos, después de la muerte de Jesús, se habían encerrado en el miedo y en la tristeza, pero ahora reciben finalmente una mirada nueva y una inteligencia del corazón que les ayuda a interpretar los eventos que han sucedido y a tener una íntima experiencia de la presencia del Resucitado: el Espíritu Santo vence su miedo, rompe las cadenas interiores, alivia las heridas, los unge con fortaleza y les da el valor de salir al encuentro de todos para anunciar las obras de Dios.
El texto de los Hechos de los Apóstoles nos dice que, en Jerusalén, en ese momento, había una multitud de las más variadas procedencias, y, aun así, «cada uno los oía hablar en su propia lengua» (v. 6). Y entonces, es así que en Pentecostés las puertas del cenáculo se abren porque el Espíritu abre las fronteras. Como afirma Benedicto XVI: «El Espíritu Santo da el don de comprender. Supera la ruptura iniciada en Babel —la confusión de los corazones, que nos enfrenta unos a otros», y abre las fronteras. […] La Iglesia debe llegar a ser siempre nuevamente lo que ya es: debe abrir las fronteras entre los pueblos y derribar las barreras entre las clases y las razas. En ella no puede haber ni olvidados ni despreciados. En la Iglesia hay sólo hermanos y hermanas de Jesucristo libres. Esta es una imagen elocuente de Pentecostés sobre la que quisiera detenerme con ustedes para meditarla.
El Espíritu abre las fronteras, ante todo, dentro de nosotros. Es el Don que abre nuestra vida al amor. Y esta presencia del Señor disuelve nuestras durezas, nuestras cerrazones, los egoísmos, los miedos que nos paralizan, los narcisismos que nos hacen girar sólo en torno a nosotros mismos. El Espíritu Santo viene a desafiar, en nuestro interior, el riesgo de una vida que se atrofia, absorbida por el individualismo. Es triste observar como en un mundo donde se multiplican las ocasiones para socializar, corremos el riesgo de estar paradójicamente más solos, siempre conectados y sin embargo incapaces de “establecer vínculos”, siempre inmersos en la multitud, pero restando viajeros desorientados y solitarios.
El Espíritu de Dios, en cambio, nos hace descubrir un nuevo modo de ver y de vivir la vida. Nos abre al encuentro con nosotros mismos, más allá de las máscaras que llevamos puestas; nos conduce al encuentro con el Señor enseñándonos a experimentar su alegría; nos convence —según las mismas palabras de Jesús apenas proclamadas— de que sólo si permanecemos en el amor recibimos también la fuerza de observar su Palabra y, por tanto, de ser transformados por ella. Abre las fronteras en nuestro interior, para que nuestra vida se convierta en un espacio hospitalario.
El Espíritu abre también las fronteras en nuestras relaciones. En efecto, Jesús dice que este Don es el amor entre Él y el Padre que viene a habitar en nosotros. Y cuando el amor de Dios mora en nosotros, somos capaces de abrirnos a los hermanos, de vencer nuestras rigideces, de superar el miedo hacia el que es distinto, de educar las pasiones que se sublevan dentro de nosotros. Pero el Espíritu transforma también aquellos peligros más ocultos que contaminan nuestras relaciones, como los malentendidos, los prejuicios, las instrumentalizaciones. Pienso también —con mucho dolor— en los casos en que una relación se intoxica por la voluntad de dominar al otro, una actitud que frecuentemente desemboca en violencia, como desgraciadamente demuestran los numerosos y recientes casos de feminicidio.
El Espíritu Santo, en cambio, hace madurar en nosotros los frutos que ayudan a vivir relaciones auténticas y sanas: «amor, alegría y paz, magnanimidad, afabilidad, bondad y confianza» (Gal 5,22). De este modo, el Espíritu expande las fronteras de nuestras relaciones con los demás y nos abre a la alegría de la fraternidad. Y este es un criterio decisivo también para la Iglesia; somos verdaderamente la Iglesia del Resucitado y los discípulos de Pentecostés sólo si entre nosotros no hay ni fronteras ni divisiones, si en la Iglesia sabemos dialogar y acogernos mutuamente integrando nuestras diferencias, si como Iglesia nos convertimos en un espacio acogedor y hospitalario para todos.
Para concluir, el Espíritu abre las fronteras también entre los pueblos. En Pentecostés los Apóstoles hablan las leguas de aquellos que encuentran y el caos de Babel es finalmente apaciguado por la armonía generada por el Espíritu. Las diferencias, cuando el Soplo divino une nuestros corazones y nos hace ver en el otro el rostro de un hermano, no son ocasión de división y de conflicto, sino un patrimonio común del que todos podemos beneficiarnos, y que nos pone a todos en camino, juntos, en la fraternidad.
El Espíritu rompe las fronteras y abate los muros de la indiferencia y del odio, porque “nos enseña todo” y nos “recuerda las palabras de Jesús” (cf. Jn 14,26); y, por eso, lo primero que enseña, recuerda e imprime en nuestros corazones es el mandamiento del amor, que el Señor ha puesto en el centro y en la cima de todo. Y donde hay amor no hay espacio para los prejuicios, para las distancias de seguridad que nos alejan del prójimo, para la lógica de la exclusión que vemos surgir desgraciadamente también en los nacionalismos políticos.
Precisamente celebrando Pentecostés, el Papa Francisco observaba que «Hoy en el mundo hay mucha discordia, mucha división. Estamos todos conectados y, sin embargo, nos encontramos desconectados entre nosotros, anestesiados por la indiferencia y oprimidos por la soledad» (Homilía, 28 mayo 2023). Y de todo esto son una trágica señal las guerras que agitan nuestro planeta. Invoquemos el Espíritu de amor y de paz, para que abra las fronteras, abata los muros, disuelva el odio y nos ayude a vivir como hijos del único Padre que está en el cielo.
Hermanos y hermanas: ¡Por Pentecostés se renueva la Iglesia y el mundo! Que el viento vigoroso del Espíritu venga sobre nosotros y dentro de nosotros, abra las fronteras del corazón, nos dé la gracia del encuentro con Dios, amplíe los horizontes del amor y sostenga nuestros esfuerzos para la construcción de un mundo donde reine la paz.
Que María Santísima, Mujer de Pentecostés, Virgen visitada por el Espíritu, Madre llena de gracia, nos acompañe e interceda por nosotros.
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Pasemos a los deberes de este fin de semana.
Comentario al Evangelio de la Santísima Trinidad, San Juan16,12-15
“12 Aún tengo muchas cosas que deciros, pero ahora no las podéis sobrellevar.
13 Pero
cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad; porque no
hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere, y os hará
saber las cosas que habrán de venir.
14 Él me
glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber.
15 Todo lo
que tiene el Padre es mío; por eso dije que tomará de lo mío, y os lo hará
saber.”
La crítica reflexión de D. Joaquín Núñez es ésta:
“Somos muy pretenciosos al querer unir en una fiesta y definir el mayor misterio de nuestra fe. Pensemos que el mayor teólogo, San Agustín, nos ha dejado en su “De Trinitate”, la que él considera su obra principal, su “opus tam laboriosum”, un estudio pensado y repensado a lo largo de veinte años, que terminó alrededor del 420, cuyo pensamiento y lenguaje no ha sido superado.
Él parte de la afirmación del Concilio de Nicea que afirma que “el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son de una sola y misma substancia, testificando con su inseparable igualdad la unidad divina; y que, por ello, no son tres dioses sino un solo Dios”.
Hoy, en esta sociedad, incluso dentro de la Iglesia, Dios no interesa, no importa saber quién es, no son ateos porque para serlo hay que argumentar, ni citando a quienes lo han manifestado a lo largo de la Historia, son unos indoctos que ignoran toda argumentación sobre quien cree y quien no cree.
Muchas veces me he limitado a afirmar y formular lo que dice el Catecismo, afirmar una fe que pone su confianza en la palabra de Jesús que afirma a lo largo del Evangelio que Él es hijo del Padre y que nos enviará al Espíritu Santo, y que si le amamos y cumplimos sus mandamientos “vendremos a él y haremos morada en él”.
Todos lo queremos saber todo, tenerlo todo claro, sin esfuerzo, sin interés, sin una curiosidad santa, sin la voluntad de saber. Se nos hace difícil convocar una urgente catequesis de adultos, como en la iglesia de los primeros tiempos, donde las catequesis eran lo más importante, “la Cena” quedaba para el “Dies Domini”.
Preparar estas reflexiones me hace volver a repensar lo ya sabido, volver a san Agustín y disfrutar con su lectura, a lamentar que se pierda tanta sabiduría encerrada en libros y experiencias vividas. Ser cristiano no es decir “Creo”, sino compartir el Amor a un Dios conocido y compartir con los demás tu saber. Lo demás, los no creyentes, tienen buenos sentimientos porque son buenas personas, pero no por amor a Dios, como debe hacer quien dice ser cristiano, porque le “amamos a Él cumplimos su voluntad” y amamos a los demás en sus necesidades materiales y pobreza espiritual o ignorancia alienante. Qué hermoso es saber que hacemos realidad el “venga tu Reino” que es poner a Dios el primero y hacer su voluntad que es hacer posible ese Reino.
Jesús nos ha dicho: “Muchas cosas me quedan por deciros (enseñaros) pero, no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena”.
Para san Agustín esa Comunidad que se contempla en la Trinidad tiene su reflejo en la comunidad humana; para él es el lugar donde se vive la fe de manera concreta y se experimenta la presencia de Dios a través de las relaciones fraternas. Nuestras parroquias no son comunidades donde se tejan lazos de confianza con propósitos compartidos, donde se vaya incorporando una cultura de cuidado para el bienestar de todos, donde el prójimo es lo más importante. No es decisión individual, es en la decisión comunitaria cuando se fortalece la comunidad. Ese es nuestro empeño para dar vida a nuestras parroquias cada vez más vacías, porque no hay un aglutinante comunitario, porque solo nos importamos nosotros, nos damos la Paz como rito pero no desde el corazón y como compromiso. Labor de una comunidad unida, con el esfuerzo amoroso de todos.
Feliz día de la Santísima Trinidad, festejamos a las tres Personas divinas que nos han creado, redimido y nos santifican porque “las amamos y cumplimos su voluntad”.
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Ahora nos toca a nosotros examinar en qué nos atañe, cómo estamos implicados o no en la transformación de esta sociedad indiferente e incrédula en mejorar el sentido, la fortaleza de nuestra comunidad cristiana. Al menos, así lo pienso. SABÉIS QUE EN EL BLOG CABE VUESTRO COMENTARIO.
Saludos cordiales, Miguel Mira
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