MARE DE DÉU DE
LA SÈU
Por Miguel Mira
Manzanaro
No estaba en mi ánimo escribir comentario alguno sobre
nuestras fiestas patronales, en particular sobre la Patrona. De una parte, por cierta
sequedad ante la terca realidad de este pueblo al que el Canónigo Hinojosa
llamó soñador en la hermosa letra del
himno a la Mare de Deu y que, ustedes me perdonarán, más bien parece somnoliento
e indolente.
Ya sé que para ser un buen cristiano, para ser un buen
católico, no es imprescindible asistir a todas las procesiones que se celebren;
pero hemos llegado a un punto en que podríamos preguntarnos si vale la pena
sacar a las semidesiertas calles de la
ciudad la imagen de la Virgen, en cuyo recorrido se encuentra con tantas
puertas cerradas (incluso las de una iglesia parroquial, totalmente mudas sus
campanas…) el cinco de agosto. Para mí, resulta decepcionante comprobar que año
tras año la participación de los setabenses vaya cayendo en picado.
He dicho que no quería
volver al asunto, porque con transcribir la crónica del año pasado bastaba;
pero concurren hechos que me parece oportuno reseñar y comentar:
San Félix.
Patrón de Xàtiva. Por iniciativa del Sr. Abad, salió su imagen en procesión,
precediendo a la Virgen de la Seo, después de varios lustros de paciente espera
en la soledad de su altar, gracias a la
colaboración de los festeros del barrio de su nombre, sobre ruedas, en andas
prestadas. Hay que dar gracias a esas personas que mantienen la devoción en
aquel vecindario, y a quienes no relevó nadie en la llevanza de nuestro Patrón
(que yo sepa, solo una persona se brindó a un relevo). Digo yo que Sant Feliu quedaría maravillado al verse precedido por poco más de
tres docenas de personas y seguido de otras tantas falleras, que –en realidad-
no iban por acompañarle a él, sino a la Virgen, solo que les dijeron que ese
era el lugar en que debían situarse.
Voy a abstenerme de comentar otros detalles: castellets, moixaranga…, porque, sin
querer, ya me he pasado de la raya, siendo así que mi intención al ponerme a
escribir era, en verdad, ceñirme, aparte de la presencia de la imagen de San
Félix en la procesión, a un acto concreto, que debiendo considerarse normal,
fue, sin embargo, extraordinario: Don
José Canet, Abad de la Colegiata, invitó a D. Manuel Soler, que lo fue durante
dieciséis años, a participar en las solemnidades de nuestros patronos. Digo que
este gesto de normalidad, ha llegado después de un par de décadas: largo compás
de espera ¿no les parece? De ahí lo
extraordinario. Uno de los actos en que debía participar, aparte de haber concelebrado
en la Ermita el día uno y en la Misa Solemne el cinco, era la Santa Misa del
tercer día del novenario, corriendo a su cargo la predicación.
Y así fue. D. Manuel ejerció de celebrante principal y
concelebró D. José, el Sr. Abad.
A mí no me
sorprendió lo que ocurrió, porque sabía que iba a suceder: oímos un sermón
acorde a la palabra proclamada, profundo, directo, claro, interpelante,
vehementemente pronunciado, que a nadie dejó indiferente. Usó dos puntos de apoyo en esta ocasión, de
los que gusta repetir: la experiencia de aquel filósofo que al contemplar el
tranquilo discurrir de las transparentes aguas de un arroyo y el límpido lecho de brillantes guijarros, tomando uno en
sus manos, se preguntó si al igual que
tenía su superficie mojada, también su interior estaría empapado; y, partiéndolo
en dos, pudo constatar que estaba completamente seco; y también refirió aquel encuentro entre Madre Teresa y D. Helder
Cámara, en Sao Paulo, cuando preguntado por ella sobre qué iba a decir a
los miles de personas congregadas en el
estadio de Maracaná, él le contestó que pediría a Dios que le permitiera sacar
de su interior todo cuanto de Dios llevaba dentro.
Sobre estos dos puntos de apoyo y la referencia a nuestra
Madre de la Seo, se podría resumir la reflexión en una seria llamada a nuestra
responsabilidad como cristianos, ya que mal se puede evangelizar, mal se puede
hablar de Dios, si de Dios no estamos llenos.
Valga como referencia este pobre resumen de tan denso e
importante sermón; tampoco era mi intención transcribirlo a pesar de su
importancia. El principal motivo de sentarme ante el teclado y hablar de una
extraordinaria normalidad, nace de un deseo de dejar constancia de algún modo,
aunque tan modesto como nuestro blog, de haber vuelto justamente las aguas a su
cauce; y estoy convencido de que así lo sintió D. Manuel, como todos los
presentes en el acto pudieron comprobar a partir del momento en que se acercó
al ambón desde el que tantas veces predicó, después de demasiado tiempo…
Apenas pronunció el primer saludo, ya se
le quebró la voz; esa voz emocionada, que, a corazón abierto, proclamó su firme
llamada a la plenitud del espíritu, a la comunión con Cristo y con la Santísima
Mare de Déu de la Sèu; pero esa voz que, de trecho en trecho, perdía su
modulación a causa del nudo que se formaba en su garganta y que movió a buena
parte de los presentes a enjugar sin disimulo alguna que otra sentida lágrima.
Y es que sus recuerdos, nuestros recuerdos, la memoria de tantos años de
trabajo en lo que era una parroquia viva, activa, evangelizadora, con
carencias, sí, pero con tesón y voluntad de servicio, se nos venía a la mene a
cada quiebro de la voz rotunda de un hombre de Dios, de un hombre bueno, de
un hombre que gozó en su ministerio en
esta ciudad, pero que también sufrió lo indecible...
Y con una
sincera amabilidad, al finaliza la eucaristía, el Sr. Abad, D. José Canet, supo
agradecer públicamente la presencia de D. Manuel, le ofreció públicamente esa
gratitud y declaró para él abiertas de par en par las puertas de casa, las
puertas de la Colegiata, recalcando por dos veces: ¡porque se le quiere! con lo
que arrancó un fuerte y prolongado aplauso de los presentes; pero la emoción ya
fue incontenible cuando, al volver el Abad a la sede, le ofreció su fraternal
abrazo, bajo la mirada cariñosa de la Virgen nuestra Madre, que, no me lo
nieguen ustedes porque todos lo vimos, les sonrió.
Por circunstancias familiares, es posible que no pueda
asistir a diario a la novena; pero no me hubiera perdonado el faltar el domingo
pasado a un acto de justicia que llegó después de tantos compases de espera.
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