Como sabéis, el 2 de febrero se celebra la fiesta de la Candelaria, nombre que proviene de la palabra "candela", que significa LUZ. Esta festividad conmemora la presentación de Jesús en el Templo y la purificación de la Virgen María, de acuerdo con la tradición judía.
El nombre se debe a la costumbre de bendecir y encender velas en las iglesias ese día, simbolizando a Cristo como la "luz del mundo".
El Sr. Abad ha anunciado reiteradamente que este próximo domingo cuya fecha es inclusiva de la festividad de La Candelaria, la tradición de encender las candelas, va a cumplirse con el siguiente ritual: La bendición de las velas tendrá lugar en la iglesia de San Francisco a las seis de la tarde. Tras la bendición, con las candelas encendidas, los asistentes se trasladarán junto con los sacerdotes, en precesión, hasta la Colegiata donde se celebrará la eucaristía.
Naturalmente, hoy no podía faltar la colaboración de D. Joaquín, comentando el Evangelio de Lucas 2,22-40.
“Cuando se cumplieron los días de la
purificación de María, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén
para presentarle al Señor, como está escrito en la Ley del Señor: Todo varón
primogénito será consagrado al Señor y para ofrecer en sacrificio un par de
tórtolas o dos pichones. Y he aquí que había en Jerusalén un hombre llamado
Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y
estaba en él el Espíritu Santo. Le había sido revelado por el Espíritu Santo
que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor. Movido por el
Espíritu, vino al Templo; y cuando los padres introdujeron al niño Jesús, para
cumplir lo que la Ley prescribía sobre él, le tomó en brazos y bendijo a Dios
diciendo: «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya
en paz; porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista
de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo
Israel.» Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de él. Simeón
les bendijo y dijo a María, su madre: «Este está puesto para caída y elevación
de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción, ¡y a ti misma una
espada te atravesará el alma! - a fin de que queden al descubierto las
intenciones de muchos corazones.» Había también una profetisa, Ana, hija de
Fanuel, de la tribu de Aser, de edad avanzada; después de casarse había vivido
siete años con su marido, y permaneció viuda hasta los ochenta y cuatro años;
no se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones.
Como se presentase en aquella misma hora, alababa a Dios y hablaba del niño a
todos los que esperaban la redención de Jerusalén. Así que cumplieron todas las
cosas según la Ley del Señor, volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El
niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios
estaba sobre él.”.
Comentario
El entusiasmo de la tradición de la fiesta de la Candelaria deja en segundo plano lo que la Palabra de Dios inspirada nos describe acerca de la familia y educación de Jesús.
San Lucas nos describe a una familia tradicional judía “cumplidora de la Ley“. No dan un paso que no esté mandado por “la Ley”, incluso el ofrecimiento del “rescate de Jesús“: un par de tórtolas o dos pichones, por no ser ricos.
Al llegar al Templo, un hombre, un seglar, un hombre “justo y piadoso” les sale al encuentro. Le mueve el Espíritu Santo, no la Ley, para que se cumpla la voluntad del Señor: “no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor”. No es profeta ni sacerdote. Dios escoge a seres sin historia, que en un momento concreto entran en la historia de la salvación. Se trata de personas como las que tenemos junto a nosotros, cuya vida no es brillante, pero que tienen claro el camino que nos lleva al conocimiento del Amor de Dios. Su cántico resuena todos los días en el rezo de Completas, como cántico de acción de gracias.
Simeón da gracias al Señor en un espacio tradicional, sagrado y único, porque sus ojos han visto al Salvador “de todos los pueblos”.
También nos sorprende la presencia de Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, a quien correspondió la zona más rica, el valle más rico de Israel, una mujer muy anciana, casada durante siete años, desposorio perfecto, y ochenta y cuatro en el Templo. Todo en ella es perfecto: ochenta y cuatro son siete veces doce. (*)
Cuando los padres de Jesús cumplieron con la Ley, volvieron a Galilea, a Nazaret, donde Jesús “iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría”.
Ante Esta escena, exclusiva de San Lucas, nos surge la duda: ¿es crónica o planteamiento teológico?, ¿o la las dos cosas?
Tanto Simeón, como Ana, son el resto perfecto de Israel, la fidelidad a Dios por encima de todas la crisis de un pueblo infiel, donde en nombre de la Ley, Jesús nos irá descubriendo cómo tal cosa era esclavitud y no libertad, no salvación. Simeón cierra el Antiguo Testamento y abre el Nuevo con el Niño en sus brazos para todos los pueblos. Ana también es símbolo del Israel fiel, que espera la Consolación, su consuelo. Podemos reconocer en ellos, Simeón y Ana, a tanta gente entre nosotros, a quienes, fieles a su fe, no les afectan ni los escándalos, ni las dudas y crisis que tenemos hoy en la Iglesia; la suya es una fe enamorada de las promesas de Dios y no buscan espiritualidades a la carta, a petición del cliente, y se esfuerzan en formar comunidad en su parroquia, en hermandad protectora de los débiles.
Los Padres de Jesús, José y María, son los que tienen la misión hermosa de enseñar al Niño a crecer, ayudar en su desarrollo físico y, sobre todo, en sabiduría sobre Dios, crecer en gracia ante Dios su Padre y los hombres. De tal manera que encontraremos al Niño en el Templo, a los doce años, su mayoría de edad, admirando a los sacerdotes y, sobre todo, a los escribas.
Feliz domingo, este año en la Fiesta de la Purificación de María y Presentación del Niño en el Templo. Que San José y la Virgen María nos enseñen el Camino que nos lleva a Jesús.
Que Simeón y Ana sean nuestro modelo de mostrar a Jesús. Amén.
Joaquín Núñez Morant
*)En el Antiguo Testamento, el número 7 tiene un significado simbólico muy importante, representando plenitud, perfección y santidad. Es un número que aparece repetidamente en la Biblia con un sentido especial en diversos contextos.
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