DOMINGO XXII, ciclo C
Con la puntualidad ad acostumbrada, D. Joaquín Núñez nos interpela con su comentario al Evangelio según SanLucas 14, 1.7-14:
1. Jesús entra a comer en casa de un fariseo un día de sábado.
2. Al ver cómo los invitados escogían los primeros puestos, cuenta una parábola: aconseja no buscar los lugares de honor, sino sentarse en los últimos, porque “quien se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”.
3. Luego se dirige al anfitrión y le dice que, cuando ofrezca un banquete, no invite a amigos, hermanos o vecinos ricos que puedan corresponderle, sino a pobres, lisiados, cojos y ciegos. Así será dichoso, porque ellos no tienen con qué pagárselo, pero recibirá la recompensa en la resurrección de los justos.
Comienza el Evangelio de este domingo con la invitación a Jesús a una casa de un fariseo principal, donde asistió a un banquete. Parece que Jesús está atento a cómo los comensales eligen sitio. Hay quien busca los mejores asientos, creyéndose con más derechos que los demás.
Planteado así, es algo muy sospechoso, pues el pueblo judío, por Ley, tenía claro dónde debía ocupar su puesto cada invitado o en la mesa familiar o en el que se le hubiera asignado, así como quién y cuándo podía o no hablar. Pensemos que Lucas trata de advertir a su comunidad algo que desde el principio arrastramos en nuestras celebraciones: vanidad, tenerse por perfecto, ser el más generoso y creerse el mejor; algo que se daba entonces y ahora.
San Agustín, en sus escritos, nos advierte que la vanidad y el orgullo dividen cualquier comunidad, ya que separan al ser humano de Dios; conduce a la división interna y a la discordia con los demás. La vanidad, al buscar la alabanza humana y la satisfacción propia, refuerza esta separación, obstaculiza la búsqueda de la verdad y la unión con lo divino. Esa es la realidad en muchas de nuestras comunidades. Él, trata de evitar ese problema, inherente al hombre, luchando con la virtud de la humildad. El orgullo puede llevar a la pérdida del amor a Dios y al prójimo al crear una barrera de autosuficiencia y falta de humildad. El orgulloso se enfoca a sí mismo creyendo que no necesita a Dios ni a los demás. El orgulloso no sabe de sus pecados, se ve incapacitado para buscar a Dios; al sentirse perfecto, no empatiza con sus próximos, el amor lo tiene en su boca, pero no en su corazón. Practican una religión, aman más las formas que la fe, que solo la gracia alimenta.
Cualquier comunidad, sea o no religiosa, encuentra dificultad para desarrollarse si no dispone de aquellas personas que están dispuestas a darlo todo, en la acción caritativa, la catequesis o en la liturgia, es decir en aquello que puede ser más necesario. Ojalá pudiéramos decir con aplauso de todos: haced cada cual las cosas que sabéis hacer para bien de todos.
En la vida individual aprenderemos, vencida que sea nuestra vanidad, cuál es nuestra competencia, nuestra angustia o nuestro empeño por ser esclavos de los demás, aprenderemos a celebrar un banquete de alegría compartida con nuestros amigos más necesitados, con pobres de quienes no nos avergonzaremos, sobretodo con aquel que más nos ama, nuestro amigo Jesús.
Jesús nos convoca a su banquete y nos llama a todos; tiene a su lado al discípulo amado, como en la Cena de Jueves Santo o al pie de la Cruz, ese discípulo amado que podemos ser cualquiera de nosotros al vivir como Él, mansos y humildes de corazón..
San Lucas nos ofrece una catequesis de una gran actualidad: si en su comunidad encuentra vanidad y orgullo, es claro que así no se puede convocar al banquete de Jesús, ocurre que hoy tampoco se puede. Sin embargo, todos nos sentimos llamados: los orgullosos, los vanidosos y los humildes, aquellos que desde la humildad esperan ser llamados si son necesarios.
Feliz domingo a todos, a los que sirven y los que son servidos.
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Es claro que la imagen es la de la Santa Cena, pero me ha parecido oportuno insertarla, por ser el Banquete al que el Señor nos invita siempre...
Buen finde, amigos. Cordialmente, Miguel Mira
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