dilluns, 13 d’abril del 2020

EN LA OCTAVA DE PASCUA
Pasó ya de largo el silencio de Cristo en el Sábado de Gloria; todavía resuena el grito unánime ¡¡GLORIA!! del Domingo de Resurrección y entramos en la octava, cuando ya llevamos un mes de confinamiento forzoso propter nostra salutem… Estos días pasados también en silencio propiciaron reflexiones íntimas, propósitos, esperanzas y, en suma, acción de gracias porque somos objeto de la tutela de Cristo, con la cobertura del manto de Nuestra Señora, por la asistencia en la distancia de nuestros hijos, ángeles de la guarda por delegación…, con el soporte del Ángel cuya sombra sentimos proyectada largamente en nuestra casa. Pero hoy, lunes de la octava de Pascua, en la confianza de ese ¡¡Alegraos!! De Jesús a las Santas Mujeres en la mañana del domingo y con la esperanza de continuar recibiendo tanto beneficio, he pensado sentarme de nuevo a escribir unas líneas a las que trasladar algunas impresiones personales más que crónicas de actos a título informativo. Así, debo confesar la impresión que me causó el Vía Crucis del Viernes Santo en la Plaza de San Pedro. La enorme explanada desértica, con una iluminación indirecta desde el suelo y la imprescindible para situar al Santo Padre y el sacerdote que le ayudaba. Un breve cortejo de seis u ocho personas que se turnaban llevando una cruz desnuda y recorriendo el itinerario que marcaba las catorce estaciones. Era inevitable penetrar en aquella soledad, asumir el relato fragmentado en los catorce pasos y sentir como un escalofrío interior cuando las meditaciones que se leyeron eran manifestaciones de reclusos desde su internamiento o de personas que prestaban su servicio en la cárcel. Allí también se llega a conocer a Cristo en circunstancias tan distintas a nuestra vida en libertad, aunque hoy lo sea “vigilada” por esta situación sanitaria. El Papa Francisco es muy dado a estas experiencias. Nos sacude con fuerza para que despertemos de nuestro letargo, a la vez que nos mueve a participar cabe la gente desfavorecida, marginada, en nuestras periferias. No sé si he definido bien cómo sobre un escenario aparentemente desértico, se anegó de Dios a manos llenas… Y me vi pequeño e insignificante, a la vez que agradecido por el regalo de aquellos testimonios inesperados y sorprendentes. Otra cosa que me satisfizo y me produjo una notable sensación de paz fue la sobriedad en las celebraciones desde la capilla vaticana de la Cátedra de San Pedro, en el ábside de la basílica. La inmensidad del templo vacío, pudo transmitir sensación de frialdad mientras las cámaras recorrían los espacios espectaculares del recinto. Sin embargo, legados al punto elegido por Su Santidad para la liturgia, desaparecía cualquier sensación de incómoda soledad. Y ello a pesar de que a Francisco le bastó en cada uno de los actos que se transmitían desde allí un diácono (de voz tan espléndida como espesa era su barba), el sacerdote que le auxiliaba según la ocasión, los lectores, el turiferario, y la presencia de un pequeño grupo de ocho o diez personas (dos por banco, un solo cardenal entre ellos), sin duda residentes en el Vaticano, “petrinos!” en el argot local, aparte de ocho cantantes (¡y qué cantantes!) con su director. Una insignificancia si los situamos en aquel espacio tan inmenso. Y no solo eso. Ni un error, ni un paso mal dado, ni un gesto que se saliera de tono. Sobriedad, cercanía, sencillez y el Papa, como siempre, claro, diáfano en sus homilías, fijando los puntos de reflexión, casi siempre en tres ideas precisas y desarrolladas en no más de diez minutos. En ninguna de las ocasiones que puse la tele y sintonicé aquellas celebraciones (Ramos, Cena del Señor, Oficios del Viernes y Vigilia Pascual) sentí necesidad de mirar el reloj ni me preocupó el tiempo que durasen los santos oficios. Me daba igual, porque no desaproveché ni un solo segundo.
Les confieso que esa intimidad fue para mí esencial, un regalo que me introdujo en la Pascua del Señor, dándome ánimo para seguir el camino a recorrer este año sea lo que fuere lo que nos depare la pandemia. Eso sí, pidiendo a Dios que nos libre cuanto antes de bicho tan impertinente. Saludos cordiales, M. Mira