LA PROCESIÓN DEL SILENCIO
Domingo de Ramos 2.012
Aunque no pudimos participar en esta procesión, intentaremos llenar el hueco en nuestras habituales crónicas con un artículo que nos pasa un buen amigo y que dice así:
¡SILENCIO...!
¡Callad! No rompáis el aire con vuestro susurro
lastimoso, que Dios alienta en nuestros corazones la meditación del misterio
que destila, gota a gota, su desgarrado pecho.
Por
camino pedregoso, sube en zig-zag una luz inextinguible, a pesar de que la
noche ventea. Pero –maravilloso- hasta ese ligero soplo con que el Señor nos
acompaña ayuda al simbolismo majestuoso de nuestro ascenso hasta el Calvario...
¡Silencio...!
Que nadie hiera los oidos del Rey de Reyes en su Cruz, en su trono sublime...
Que nadie ose interrumpir nuestra meditación en esta noche impresionante...
Unas
velas..., unos cuantos hombres y mujeres de buena voluntad, un sacerdote,
hendiendo piadosamente el camino de lo alto con su pausado caminar; luego, el
Crucificado...
Comienza
la penitencia con el ruido zahiriente del timbal que abre el camino. Su
cadencia acompasada es la única que turba la paz que nos acoge en aquel monte
sagrado, y suena como un eco reiterativo: ¡Ven, ven, ven...! y lo repite sin
cesar, queriendo clavar en nuestras mentes tantas cosas... : primero, los
golpes del flagelo lacerante, implacable, en la columna, reflejando los
latigazos que nuestro desamor marca sin piedad en la santa espalda del Maestro;
siguen los golpes que aquellos soldados le propinaron, sumidos como estaban en
su sed de venganza; los clavos desgarradores que inmisericordemente le
amarraron sobre el madero, como si un abominable crimen hubiera cometido...
Sopla
el viento como aliento divino, y despeja nuestra mente oscurecida por nuestras
bajezas y nos hace sentir un amor emocionado, como es el que despierta la
Pasión.
Y
siempre arriba... Los pasos inseguros de un descalzo penitente llegan, al fin,
a la cima dolorosa, donde allí aguarda la Madre la redención del mundo,
incorregible por su infinitud, inigualable por el amor de que fue objeto. Y ese
encuentro con el hijo de sus entrañas despierta, desde la divinidad de Cristo,
la necesidad de que crezca nuestro amor a El con un profundo asentimiento a la
renuncia de un mundo corrupto y descreído. Y nuestra fe, en el ascenso, es
reflejada por la llama de las velas.
Y,
al final, resplandeciente sobre todos, sólo la luz de Dios desde el Arbol de la
Vida...
¡Callad...!
Es la Procesión del Silencio: no rompáis el aire con vuestro susurro lastimoso,
que ya llega el mismo Redentor que os ama...
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